Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
LECTURAS
Primera lectura
Lectura del libro del Eclesiástico (3,2-6.12-14):
Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole. El que honra a su padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados.
Salmo
Sal 127
R/. Dichosos los que temen al Señor
y siguen sus caminos
Dichoso el que teme al Señor,
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien. R/.
Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa; tus hijos,
como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa. R/.
Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (3,12-21):
Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo. Y celebrad la Acción de Gracias: la palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Lectura del Santo Evangelio según san Lucas (2,22-40):
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor. (De acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al Señor"), y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones". Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
HOMILIA- I
Celebramos hoy, dentro de la octava de Navidad, la fiesta de la Sagrada Familia. Jesús nació en el seno de una familia y pasó la mayor parte de su vida en el hogar familiar. Es esta familia de Nazaret el espejo donde han de mirarse todas las familias cristianas. Si el Hijo de Dios quiso nacer y vivir en una familia, fue para santificar el hogar familiar, para hacer de él el camino que conduce a Dios. Pues bien, la celebración de esta fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret es también una celebración de la familia cristiana y un recordatorio de lo que ésta debe ser. Ante todo, la familia es, según el proyecto del Creador, el lugar donde se alumbra la vida humana; la familia es el manantial de la vida. Incluso cuando la acogida de la vida puede resultar una complicación, no nos es lícito cerrarnos a ella. Si nos fijamos en la Sagrada Familia de Nazaret, podemos comprobar las dificultades que tuvieron que superar María y José para aceptar el misterio de la vida que se gestaba en el seno de la Virgen. María dijo sí a la maternidad que Dios le proponía, aun a sabiendas de los quebraderos de cabeza que iba a dar a su esposo, José; dijo sí a Dios, pero sufriendo por su esposo, confiando en que Dios que había alumbrado aquella vida en su seno, se encargaría de protegerla. Por eso José, que era bueno y no quería denunciarla, al comprobar los signos de su maternidad, decidió repudiarla en secreto. Pero nada más tomar aquella resolución se le apareció un ángel que le tranquilizó: "José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Y José hizo como el ángel del Señor le había mandado y tomó consigo a su esposa". María y José acogieron la vida, aquella vida que es nuestra vida; la acogieron en la fe y como un don de Dios. Esta apertura a la vida como don de Dios es la actitud primera y fundamental que la familia de Nazaret deja como ejemplo precioso a todas las familias cristianas.
Pero no basta acoger y dar a luz la vida; es necesario luego que la familia sea la primera escuela, el primer santuario en que el niño aprenda a amar y respetar los valores humanos y religiosos. En este punto la familia de Nazaret es un ejemplo luminoso. En el hogar de María y José, Jesús aprendió a hablar y a rezar, a ir a la Sinagoga con sus padres. Ellos le enseñaron a gustar la oración de los salmos, los mismos salmos que nosotros rezamos. Le enseñarían a escuchar con atención y veneración la palabra de los profetas, la misma palabra que nosotros escuchamos todos los domingos. Aquel hogar de Nazaret sería sin duda un verdadero santuario, como lo ha sido el de tantas familias cristianas antes de que se inventara la TV. Quizá por eso su ejemplo sea hoy más valioso que nunca: que las familias lleguen a recuperar esa estupenda virtud de rezar juntos, porque si los hijos no ven nunca a sus padres rezar ni leer en familia alguna vez la Sagrada Escritura, es difícil que la religión prenda en ellos, porque sin oración no hay religión. La familia que no reza nunca no puede ser un santuario donde el niño aprenda a amar y respetar a Dios.
También en la familia de Nazaret resplandece otra virtud puesta de relieve de forma paradójica por el evangelio de hoy: Jesús que se queda en el Templo, sus padres que lo buscan angustiados y la respuesta chocante del niño: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?". A primera vista, la respuesta de Jesús parece fuera de tono; de hecho sus padres "no comprendieron lo que quería decir". Pero con este episodio del Templo, Jesús quiso darles a entender que su relación con ellos estaba subordinada a su relación con el Padre, que él dependía de la voluntad de Dios, que por encima de todos los vínculos familiares estaba Dios. Pero a pesar de todo, "él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad". Jesús, el Hijo de Dios, se sometió por entero a sus padres, los respetó como ningún otro, pero supo también mostrarles el valor supremo de Dios, que cuando Dios llama, cuando Dios envía no pueden interponerse los lazos de la familia. Es la virtud de la obediencia a Dios que debe prevalecer siempre, aunque esta obediencia sea a veces conflictiva. Jesús respetó y obedeció a sus padres y éstos le amaron y respetaron sus decisiones, aunque a veces no las comprendían. Por eso dice el evangelio que "su madre conservaba todas estas cosas en su corazón". Esta es la familia de Nazaret que hoy celebramos y que el evangelio nos pone como ejem¬plo y modelo de comportamiento de las familias cristianas que están llamadas a configurar su hogar al modo de aquella Sagrada Familia de Nazaret.
José María de Miguel, O.SS.T.
HOMILIA- II
EXÉGESIS: Lucas 2, 22 – 40.
Seriedad de la Encarnación de Dios.
Jesús no vino al mundo como un hombre adulto y en la plenitud de la vida, sino que siguió toda nuestra peripecia humana. Dios se hizo niño; y por tanto, pequeño y frágil. Y como todo niño, necesitado de ser llevado y traído, de ser amamantado, limpiado, acariciado y cogido en brazos.
No nació independiente y en un aislamiento esplendoroso y autosuficiente, sino que se forjó como hombre en el seno de una familia. Y no fue una familia muy conocida, rodeada de fastos y de lujos, sino en una familia campesina, pobre, de una aldea perdida, en una Palestina que era un simple apéndice del imperio romano. Así comprendemos que Dios no es espectacular, que su modo de estar con nosotros es “escondido”, sencillo, como la vida de Jesús en el hogar nazareno. Allí aprendió – y lo repito muchas veces – que Dios está y ve “en lo escondido” de toda vida, aunque ésta parezca anodina.
La familia de Jesús. Los evangelios nos hablan de una familia que tuvo que realizar viajes muy molestos; de no encontrar sitio en las posadas, de refugiarse en una cueva y de reclinar a su hijo recién nacido en un pesebre, de persecución y de exilios dolorosos en los que hay que buscar el lugar oportuno para instalarse y emprender una vida nueva. También nos habla de espadas que se clavan en el corazón, contradicciones y desconciertos con los que se tendrá que enfrentar su madre. En esa familia piadosa, modesta y esperanzada, perteneciente a los israelitas honrados y fieles.
Los anawin – creció Jesús.
En ese ambiente creció Jesús en sabiduría, una mezcla de experiencia y reflexión. Con los ojos abiertos a la vida observaba la realidad; de esa observación nacieron las parábolas. Estas parábolas, el maravilloso y directo lenguaje de sus discursos, los ejemplos cercanos y familiares, tan hondamente humanos, que recoge Jesús en su predicación tienen su origen y se arraigan en esta maduración humana ocurrida en sus años ocultos. Jesús medita, reflexiona, rumia y asimila sus experiencias de hombre; así crece como hombre, como persona.
Esa ha sido la experiencia de Jesús desde la infancia: lo cotidiano desbordado desde dentro por el Espíritu de Dios, provisto de una significación transcendente.
COMENTARIO
A mí me produce envidia, mucha envidia, sana envidia, la vida de la Sagrada Familia. Azares y calamidades de la vida que quedan asumidos por la Providencia de Dios. Hacer de Dios el valor más entrañable en las entrañas de la familia. Familia sencilla, pobre, desapercibida, pero en la que se está fraguando la gran revolución de la Historia. Una familia en la que hay realidades que no se comprenden, pero que se aceptan amorosamente. De esa familia salió para la gran misión y ante el abandono del Padre, miró a aquella mujer enhiesta junto a la Cruz que, sin comprender, lo acompañaba sin desfallecer. Era su familia.
– Jesús, como sus antepasados tiene que vivir el destierro. La persecución lo acompaña desde que nace (¡cuántos inocentes perseguidos!). Dios no los olvida: les envía un salvador crucificado. A los dos años volvió a Nazaret: su vida silenciosa ya era un servicio al plan de Dios.
– La presencia de Dios entre nosotros fue en una familia. Desde esa familia podemos llamar a Dios Padre y nos proyectamos a la familia de los hijos de Dios. Lo que nos une es el Espíritu de Dios: somos hijos de Dios.
– Yo creo en el hombre y en la mujer como la mejor imagen de Dios; las otras imágenes achican y deforman a Dios. Creo que la familia es la imagen más hermosa de Dios. Dios es el lugar de todos los encuentros, la mesa de todos los diálogos. A pesar de todas las carencias de algunas familias (consumo, insolidaridad, increencias) yo creo en las familias que trasmiten fe, acogida, compromiso, que se visten de entrañas de misericordia.
– La familia cristiana es la casa de la Trinidad. Las familias pobres son las que mejor expresan con su claridad y entrega que por ellas ha pasado Dios-Trinidad. Por eso, la familia humana no debe ser absolutizada. Jesús la subordina a la relación con otro padre. Cristo vino para dar vida a esa gran familia en el Espíritu. Los creyentes son una gran familia en el Espíritu: las comunidades de fe y amor, las personas unidas por el mismo carisma espiritual, los que se sientan a la misma mesa de Cristo son familias en el Espíritu. En ellas deben darse todos los valores familiares, purificados, elevados y trascendidos: ayuda, servicio, comprensión, responsabilidad, unión, y todo sin límites en sintonía con el amor de Dios.
– Yo envidio a la Sagrada Familia: confianza de un hombre en una mujer, más allá de lo humanamente exigible; todo ello vivido con sencillez. Podemos cambiar mayúsculas por minúsculas, Iglesia grande por parroquia. Que mi familia este iluminada por la Sagrada Familia.
Manuel Sendín, O.SS.T.